Los músicos de la movida tropical sobreviven como pueden en la pandemia

Los artistas más conocidos tienen "resto" y en algunos casos fortunas, pero sus acompañantes tuvieron que dedicarse a hacer panes o tapabocas.

Son las 6 de la mañana en la zona bonaerense de Quilmes Oeste, cuando suena una alarma y Cristian Mamani se levanta apresurado. Le da un beso a Cecilia, su compañera, y se viste con rapidez. Camina hacia la cocina, prende la luz y comienza a hacer una masa. En minutos habrá creado bizcochos y churros para repartir a domicilio. Por la tarde repetirá el mismo método, pero esta vez cocinará pizzas. Sin embargo, Cristian no se reconoce como panadero sino como uno de los tantos músicos de la movida tropical que perdió su trabajo durante la pandemia de Covid-19.

Cristian fue intérprete de bandas como Jambao y Los Charros, entre otras agrupaciones, y en los últimos años se lanzó como solista bajo el nombre de Thian Many, donde realizó shows en bares, boliches y restaurantes. Hasta que el coronavirus llegó a la Argentina y el gobierno nacional dictó el aislamiento social obligatorio. Con la prohibición de “eventos culturales que impliquen la concurrencia de personas”, según se desprende del Decreto de Necesidad y Urgencia Nº 297, dictado en el mes de marzo, el músico se quedó sin escenarios.

En consecuencia, armó una panadería en el frente de su casa y la bautizó “Kaserita”, con la inicial de conjuntos como Karicia, Karakol, Karla y Karina, esa letra tan característica y tropical. Sin conocimiento del rubro, Cristian aprendió a elaborar sus productos a través de tutoriales de internet. Todo a base de prueba y error. “Para hacer los primeros churros tuvimos que tirar 8 kilos de harina. Nos salían mal. Pero ahora salen ricos y hasta hacemos tortas”, cuenta, antes de hacer el delivery de cada día.

La situación del improvisado panadero expone el sistema de trabajo de la movida tropical, donde casi la totalidad de los músicos se desempeña en negro. No hay una relación contractual, percepción de aportes jubilatorios ni obra social. Un esquema laboral sin una actividad sindical destacada, donde la diferencia entre patrón y empleado es abismal. Y donde el Estado no regula ni realiza intervención.

El método siempre es el mismo. Un músico o vocalista arma una banda y recluta integrantes. El arreglo salarial es de palabra. Y solo habrá ingresos en caso de que el conjunto sea contratado. Los shows se pagan en efectivo, sin factura o recibo. La distribución no es equitativa; el líder se lleva mucho más. Y no posee obligación alguna hacia sus empleados: ni costear el traslado y las horas de ensayo, o asistirlos ante un problema de salud o enfermedad.

“Hay una diferencia abismal entre los que tocan en una banda conocida y a veces no tienen ni para comprar un pollo en Navidad, y sus empleadores, que viven en lugares lujosos y tienen autos de alta gama”, explica un célebre tecladista de una famosa banda. “Es un rubro muy desprotegido. Y ningún Gobierno se ocupó de investigar un poco, como sí lo hace con los comercios”, dijo. Y apuntó hacia la falta de presencia gremial. “El Sindicato de Músicos brilla por su ausencia. No sirve para nada, es un cachivache. Mientras esto siga se van a seguir aprovechando”, dice, a modo de sentencia.

Parece una constante en la movida tropical: todos hablan, pero ninguno da la cara. Quizá para no sufrir represalias de su empleador. O no ser señalados por sus colegas. Pero el anonimato se alza como un fuerte denominador. El vocalista de un conjunto legendario es un ejemplo de esta práctica; no quiere que su nombre y apellido aparezca en la nota. No obstante, expone la dificultad del blanqueo de sus trabajadores. Su mirada, como líder de una empresa familiar, es el punto de vista de la patronal.

“Para que cada empleado tenga un sueldo digno habría que pagarle 35 lucas. Más los impuestos que se lleva el Estado. En consecuencia, un grupo con demanda que cobra 70 mil pesos por cada recital, si tiene 10 músicos y 5 plomos, necesita hacer 11 shows por mes, solo para cubrir sueldos. Y esperar a que no llueva ningún fin de semana”, explica. Sin embargo, admite que todas las agrupaciones no poseen el mismo inconveniente. “Hay privilegiados que son contratados por el Estado. O actúan en grandes festivales privados, donde convocan a miles de personas. Y se dan el lujo de cobrar 500 mil pesos, o un millón, por un solo show. Ahí ya tienen todos los números pagos”.

Un caso paradigmático es el de Néstor Bordiola, conocido como Néstor En Bloque: se trata de uno de los pocos artistas que tiene a sus músicos en blanco. Desde septiembre de 2019, los empleados reciben un sueldo mensual, calculado en base a la cantidad de espectáculos que hayan realizado en ese tiempo. Perciben aportes y tienen acceso a una obra social. Una medida inédita para el circuito de la cumbia.

Sin embargo, esta decisión no responde a un deseo del empleador por mejorar las condiciones de sus contratado, sino a la necesidad de evitar juicios en masa. Como sucedió con El Pepo y La Superbanda Gedienta, la agrupación liderada por el vocalista Rubén Castiñeiras, que compartía con Bordiola la oficina de su representante, Rey Producciones. A la agencia artística comenzaron a llegar las cartas documento emitidas por los familiares de los músicos Ignacio Abosaleh y Nicolás Carabajal, víctimas del accidente ocurrido en julio del año pasado, cuando volcó la camioneta que manejaba El Pepo y provocó sus muertes. El cantante se encuentra detenido, a la espera de un juicio oral, acusado por doble homicidio culposo, entre otros agravantes. Al mismo tiempo, las esposas de los fallecidos denuncian el trabajo en negro y que apenas cobraban 500 pesos por cada show.

Ráfaga se maneja como cooperativa

Aún así, con estos antecedentes, apenas se dictó la suspensión de espectáculos, Néstor En Bloque convocó a todos sus músicos y les pidió que firmaran la renuncia. Les explicó que a cambio les iba a depositar un monto equivalente a tres meses de shows, para que pudieran sostener su economía durante abril, mayo y junio. Los intérpretes aceptaron el trato. Sin embargo, pasaron 60 días hasta que pudieron percibir el dinero pactado. “La bronca fue porque tardó dos meses. Y porque hubo falta de atención de su parte; no nos respondía el teléfono ni contestaba los mensajes. Pero está todo bien, ya tenemos la plata”, declara uno de los involucrados que prefiere resguardar su identidad.

En las provincias se vive la misma miseria que en la cumbia porteña. La Mona Jiménez es el máximo referente del cuarteto de Córdoba y uno de los 10 artistas más ricos del país, según el ranking publicado en 2012 por la revista Forbes. El vocalista tenía un staff de 45 empleados, todos en blanco, entre músicos, plomos, sonidistas, fotógrafos y técnicos. Hasta el mes de mayo, cuando tomó la decisión de prescindir de los servicios de varios y los citó a la oficina de su abogado, Rubén Bravi, donde cada uno negoció su propia indemnización, de acuerdo a su antigüedad.

Uno de ellos, César “Tato” Medina, tomó una máquina de coser y se puso a fabricar tapabocas. Ahora vende barbijos cuarteteros, hechos con retazos de antiguos trajes que brillaron sobre el escenario. Una historia más del proceso de rebusque de los trabajadores musicales. Como Junior Bravo, percusionista del cantante Damián Córdoba, que juntó unos pesos y abrió un almacén en el barrio General Bustos. O Rubén “Quesito” Pavón, vocalista de La Banda de Carlitos, que se asoció a una empresa de estética vehicular, y ahora ofrece servicios como limpieza de interiores, tratamientos de cerámico y acrílico, entre otros.

Mientras tanto, en la ciudad de Santa Fe, se desató un escándalo por una reunión entre algunos dueños de conjuntos, como Coty Hernández, Cali, Kaniche, Juanjo Piedrabuena y Trinidad, entre otros. La cumbre, que violó el aislamiento social preventivo y obligatorio, y rompió con todos los protocolos de prevención, se organizó con la intención de solicitar un ingreso de emergencia al Estado. El asunto es que se trata de las bandas con mayores ingresos en los últimos años. Y que los músicos con un menor nivel de ganancias no fueron invitados a participar.

Para colmo, se viralizó un audio de WhatsApp con la voz de Luis Ángel “Paco” Pérez, líder de La Contra, quien intervino en el encuentro. “Los más perjudicados somos los grupos grandes. Si no hay dinero para todos, lo merecemos los que invertimos en ropa, sonido, camionetas, marketing y discos. Somos los que tenemos que estar primeros en la lista”, argumentó el artista, en un relato que provocó la indignación de un gran número de colegas: la idea de que existen bandas de primera y segunda categoría no es aceptada por unanimidad.

Por su parte, en Buenos Aires, un conocido representante de la movida tropical tampoco se anima a divulgar su identidad, pero sí a opinar que en época de cuarentena hay que ser solidarios con los músicos y enviarles dinero, pese a no tener la obligación. “Hay que buscarle la vuelta porque el día de mañana esto se va a reactivar y no se puede estar peleado con todos. Hay unos cuantos artistas que de un día para el otro desaparecieron. Y los músicos los andan buscando para que les tiren una moneda”, cuenta. “Los dueños de los grupos que han generado dinero el año pasado, tienen un resto. En cambio, los músicos viven al día”, reafirma.

El vocalista Rodrigo Tapari es un ejemplo de compañerismo; uno de los pocos dueños que transfiere dinero a sus empleados. Y lleva a cabo una iniciativa virtual, que ayuda a paliar la frágil realidad. De manera periódica, realiza espectáculos a través de plataformas de streaming, como Artistas En Vivo o Star Group Show Live, donde el público abona una entrada simbólica. De esa manera, recauda un monto que deposita en manos de su plantel. “El hecho de tener un respaldo económico me permite ayudar. Los shows en vivo son para sumar algo más. Tiene que ver con el corazón”, relata.

El cantante es un fiel creyente. “Tengo que agradecer a Dios que me da la oportunidad de vivir de la música”, dice. “No me da para sentarme a comer sabiendo que hay gente que me acompaña en la banda y está sin alimentos. La mayor satisfacción que puedo tener es acostarme a dormir con la tranquilidad de que hice una buena acción”. “Si yo les diera vuelta la cara, hablaría de mucha hipocresía”, reflexiona.

La brecha salarial que hay entre los dueños de los grupos y sus músicos es enorme. Quizás una solución para achicarla sea la organización del grupo Ráfaga, que funciona como una cooperativa. El vocalista Ariel Puchetta, los músicos Raúl "Richard" Rosales, Juan Carlos "Coco" Fusco, Ulises Piñeyro, Marcelo "El Pollo" Rodríguez, Omar Morel y el manager Mauro Piñeyro son socios. Algunos, incluso, comparten el registro de marca ante el Instituto Nacional de Propiedad Industrial. Se desempeñan de manera colectiva y perciben diferentes porcentajes, según las obligaciones y actividades que ocupan. Un esquema con el que ganan o pierden todos.

Los integrantes de la sociedad contratan empleados: poseen 9 intérpretes y 2 asistentes, que fueron asistidos con un monto de dinero para solventarse hasta septiembre. “Nos dio un buen resultado. Los chicos están bien, tratamos de mantener la misma gente”, asegura Mauro Piñeyro, quien también oficia como representante. De cualquier modo, considera que los músicos deben tener otro ingreso en paralelo y que la bailanta sea una changa más. Como en su caso, que invirtió en una empresa de transporte.

“El artista piensa que el éxito no se termina. Tiene que entender que puede vivir de diferentes cosas”, explica Piñeyro, mientras sugiere algunas opciones. Como generar dinero en calidad de músico sesionista, contratado para la grabación de diferentes discos. O recibir ingresos por la composición y autoría de nuevas canciones, a través de Sadaic, la Sociedad Argentina de Autores y Compositores.

De una u otra manera, el mundo de la bailanta siempre fue catalogado de marginal, informal, atado con alambre. Es cierto que estas definiciones con cierto corte clasista y hasta racista corresponden a un sector de la sociedad que se siente elevado, en contraste con el bajo poder adquisitivo de la mayoría del público cumbiero. Pero también es real que la movida tropical se encuentra floja de papeles. ¿Se puede, entonces, después de la pandemia, pensar en un nuevo esquema de trabajo, donde músicos y patrones armonicen sus esfuerzos y distribuyan ganancias? ¿Creer en un Estado amplio, inclusivo, que regule la economía artística de los sectores populares? Quedan pendientes varias preguntas. Y muchas cumbias por bailar.

Fuente: Página 12